martes, mayo 25, 2010

Con los ojos húmedos y la boca seca (Capitán Alatriste)



Sobre la tarde del día 21. juampedros para Aparicio, El Cid y Morante

CON LOS OJOS HÚMEDOS Y LA BOCA SECA

- “Hoy veo los toros por la tele. En el sofá y con mi copazo. Que como en casa no se está en ningún sitio. Me he hartao ya de ir a la plaza”.
Yo lo entiendo, oiga. Treinta y cinco tardes de toros en cuarenta días son un atragantón. Salga de trabajar, embútase en el metro, no olvide la almohadilla “pa la piedra”, llévese una costalada mientras consigue un programa y acomódese en su localidad. Con la espalda tiesa de resistir todo el día en la oficina y una borrasca entre sien y sien. Y todo antes de las siete campanadas. Que cuando sale al primer toro cierran la puerta y espérese fuera con la ventolera de los vomitorios. Ir al número 237 de la Calle Alcalá es para pensárselo dos veces. Pero no me diga que en casa se ven los toros como en ningún sitio. Porque a veces pasa, y cuando pasa, hay que estar ahí.
En Las Ventas no se escuchan los vencejos. A veces un claxon, una sirena o un helicóptero sobrevolando el cielo velazqueño. Y otras sólo un inquebrantable rugido. Un sonido que emana de gargantas secas, un grito entrecortado, una protesta, una resonancia que te araña el alma, que va creciendo, que comienza en las barreras y se pierde en las andanadas. En esos días en los que la plaza no calla hay que estar en Las Ventas. Y, ay amigo, si se lo pierde. Porque no tiene precio.
Llevábamos quince días de toros. Nada. Tardes huecas. Tuvo que ser un 21 de mayo. Otro 21 de mayo para que resucitara la plaza. El granito aún ardía cuando el pitón enhebró la garganta de Aparicio. Desde entonces y hasta que El Cid hizo rodar al sexto, no hubo un resquicio para el silencio. Un quebranto toro a toro: de la tragedia a la algazara. Con la carne aún abierta y la cornada tatuada en la retina, un "olé" sordo tronó del capote de Morante. Un clamor por la belleza de la sencillez. Por el atrevimiento de un vuelo sin imposturas.
Tres sobreros después y las tablas de un burladero por los aires, seguíamos con el paladar como el esparto. La boca agostada y los ojos acuosos por ver resurgir a un torero que nos ha regalado tantas tardes de gloria. Tardes en las que hay que estar ahí; porque, ay amigo, si se las pierde. La honestidad de un hombre que dio la cara. Volvió El Cid de su destierro a la tierra prometida. Que no salga más de ella.
Terminó la corrida y no podíamos levantarnos del tendido. Codo con codo con el vecino, observando el surco arado por el tiro de mulillas en el ruedo ya vacío. Y por fin el silencio, sólo cuarteado por los acomodadores precipitando las almohadillas desde las localidades superiores. Por eso no me diga que por la tele se ven los toros mejor que en ningún sitio. Porque en la tele no cae la tarde con los ojos húmedos y la boca seca.

1 comentario:

  1. Capitán... cada vez que te leo me emociono... sentimientos a flor de piel.

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