"Barrera, Tendido, Grada y Andanada"
(Artículo de Camilo José Cela publicado en e "Ruedo" en junio de 1945)
"Por la calle de Alcalá abajo, por el camino de los tímidos, azarados, muertos, tragando polvo, sudando bajo el rojo clavel de la solapa, bajo la humanidad del puro, el oleaje de los toros, la cobra temblona y anchurosa de las tardes de fiesta, camino de la Plaza.
Una estampa de cajas de pasas de Málaga, de dátiles de las palmas, de dulce de membrillo de Puente- Genil, se vislumbra desde los merenderos de higadillo y pájaro frito, desde los apacibles, encalmados, honestos merenderos de los alrededores. El orden de la urbanización ya es conocido: en toda la carrera, el merendero se deja ver entre dos marmolistas del arte funerario, entre los dos proveedores de “La Familia Fernández” y de “Tu marido Isaac Méndez”, que ¡ay! grabó en un sincero y fugaz momento y en el mármol perdurable, su confesión: “No te olvida”.
Alguna pareja de guardias, apoyada en sus mosquetones , mira vagamente para las mujeres tremendas de los toros; alguna gitana vieja ofrece la buenaventura; algún mocito coge colillas del suelo, algún randa se lleva, de donde puede, cualquier estilográfica.
El contemplador, el bebedor de vino blanco, el hombre a quien se le va la mano, el vendedor de luminosos violentos abanicos “para el sol y la sombra”, la aguadora, el gitanito del solitario, la del tabaco de estraperlo- ¡mire usted, señorito, que a nosotros nos lo ponen muy caro!- , el revendedor por las buenas, y el revendedor vergonzante que ¡al pobre! Se le pone su mujer mala todos los domingos. Niños, niñas, hombres, mujeres. La acción, ya sabemos, en Madrid, mes de junio de cualquier año. El sol inclemente derrite las seseras de los personajes, el que más suda es el hombre que toca “El Relicario” y “De Méjico llegó el amor”, al flautín.
Las voces- múltiples, variadísimas- llenan el quieto aire de invitaciones: ¡Hay agua fresca!-¡Hay tabaco de noventa, lo tengo rubio, lo tengo negro!- ¡Hay anís!.
Los cojos, los mancos, los ciegos, los tullidos y los baldados, nos desean a gritos que jamás nos veamos en las mismas, y el músico de la calle prosigue, heroico, su melopea.
Es media tarde. Ya han pasado los gasógenos grandes de los matadores, los coches mulillas de los picadores, los flacos caballos con un monosabio encima. La bandera cae, sin un soplo, a lo largo del mástil y el reloj de la Plaza señala las tantas menos diez. Las puertas de los tendidos vomitan gentío, y los altos miradores van ennegreciendo de multitud. Es la hora. Trabajan los timbaleros y los alguacilillos, pasean las cuadrillas, sale el primer toro: Bocinero, negro entrepelao.
Pero esto no es lo nuestro. Lo nuestro está aquí alrededor, por los lados, por encima y por debajo de nosotros. Lo nuestro son estos hombres que rugen, aquellas hieráticas mujeres, aquel niño que ríe, aquella asustada muchachita. Lo nuestro está en nosotros mismos – que somos un treintamilavo de lo “nuestro”-, que tenemos un corazón que late al pulso acelerado del tendido, una garganta ronca que vocea al compás, una mano que se agita al tiempo de todas las manos para pedir al presidente que cambie la suerte, un albo pañuelo de conceder el premio que huye de su bolsillo en la hora de la huída de todos los pañuelos de la Plaza.
El diálogo dividido, roto en mil bolitas de cristal, rebota de localidad en localidad- ¡Qué se callen!-. El matador, pegado a la barrera, tienta la suerte: Hay que ver mejor- ¡Sentarse!-¡Qué se sienten!.
Los de barrera ni se inmutan. Son gente seria que no puede reír, acarician gravemente su vaso de coñac con seltz y fuman, en silencio, pitillo tras pitillo. Los de los tendidos corean o rugen según la curiosa ley que rige la teoría de los antagonismos antípodas y que quizás algún día, con más tiempo, intente explicar.
Los habitantes de las alturas, o callan o patean. ¡Esto de tener un suelo de tablas es una bendición!"
Una estampa de cajas de pasas de Málaga, de dátiles de las palmas, de dulce de membrillo de Puente- Genil, se vislumbra desde los merenderos de higadillo y pájaro frito, desde los apacibles, encalmados, honestos merenderos de los alrededores. El orden de la urbanización ya es conocido: en toda la carrera, el merendero se deja ver entre dos marmolistas del arte funerario, entre los dos proveedores de “La Familia Fernández” y de “Tu marido Isaac Méndez”, que ¡ay! grabó en un sincero y fugaz momento y en el mármol perdurable, su confesión: “No te olvida”.
Alguna pareja de guardias, apoyada en sus mosquetones , mira vagamente para las mujeres tremendas de los toros; alguna gitana vieja ofrece la buenaventura; algún mocito coge colillas del suelo, algún randa se lleva, de donde puede, cualquier estilográfica.
El contemplador, el bebedor de vino blanco, el hombre a quien se le va la mano, el vendedor de luminosos violentos abanicos “para el sol y la sombra”, la aguadora, el gitanito del solitario, la del tabaco de estraperlo- ¡mire usted, señorito, que a nosotros nos lo ponen muy caro!- , el revendedor por las buenas, y el revendedor vergonzante que ¡al pobre! Se le pone su mujer mala todos los domingos. Niños, niñas, hombres, mujeres. La acción, ya sabemos, en Madrid, mes de junio de cualquier año. El sol inclemente derrite las seseras de los personajes, el que más suda es el hombre que toca “El Relicario” y “De Méjico llegó el amor”, al flautín.
Las voces- múltiples, variadísimas- llenan el quieto aire de invitaciones: ¡Hay agua fresca!-¡Hay tabaco de noventa, lo tengo rubio, lo tengo negro!- ¡Hay anís!.
Los cojos, los mancos, los ciegos, los tullidos y los baldados, nos desean a gritos que jamás nos veamos en las mismas, y el músico de la calle prosigue, heroico, su melopea.
Es media tarde. Ya han pasado los gasógenos grandes de los matadores, los coches mulillas de los picadores, los flacos caballos con un monosabio encima. La bandera cae, sin un soplo, a lo largo del mástil y el reloj de la Plaza señala las tantas menos diez. Las puertas de los tendidos vomitan gentío, y los altos miradores van ennegreciendo de multitud. Es la hora. Trabajan los timbaleros y los alguacilillos, pasean las cuadrillas, sale el primer toro: Bocinero, negro entrepelao.
Pero esto no es lo nuestro. Lo nuestro está aquí alrededor, por los lados, por encima y por debajo de nosotros. Lo nuestro son estos hombres que rugen, aquellas hieráticas mujeres, aquel niño que ríe, aquella asustada muchachita. Lo nuestro está en nosotros mismos – que somos un treintamilavo de lo “nuestro”-, que tenemos un corazón que late al pulso acelerado del tendido, una garganta ronca que vocea al compás, una mano que se agita al tiempo de todas las manos para pedir al presidente que cambie la suerte, un albo pañuelo de conceder el premio que huye de su bolsillo en la hora de la huída de todos los pañuelos de la Plaza.
El diálogo dividido, roto en mil bolitas de cristal, rebota de localidad en localidad- ¡Qué se callen!-. El matador, pegado a la barrera, tienta la suerte: Hay que ver mejor- ¡Sentarse!-¡Qué se sienten!.
Los de barrera ni se inmutan. Son gente seria que no puede reír, acarician gravemente su vaso de coñac con seltz y fuman, en silencio, pitillo tras pitillo. Los de los tendidos corean o rugen según la curiosa ley que rige la teoría de los antagonismos antípodas y que quizás algún día, con más tiempo, intente explicar.
Los habitantes de las alturas, o callan o patean. ¡Esto de tener un suelo de tablas es una bendición!"
Antonio Gutiérrez Ubierna, miembro de la "Tertulia Taurina Café de Niza" de Palma de Mallorca, hizo llegar este artículo a Pgmacías. Pedro me lo ha enviado para que lo pusiese en la bitácora.
Gracias a los dos.
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