Javier: !Cómo me alegra que reincidas con Ramón Gaya!. Este artista extraordinario (no solo pintor) se enfrentó a su tiempo con una gallardía imponente. Es por tanto un referente moral insobornable. Gaya fué un aristócrata del espiritu mas allá de su excelencia artistica. (He intentado resumir una conferencia sobre él dictada por Juan Pedro Quiñonero en Barcelona.Quiñonero es uno de los buenos conocedores del artista y de la persona. Lo recomiendo vivamente para quién no lo conozca.)
Un abrazo.
Una exposición de Gaya, en La Pedrera, en esta casa, permite facilitar el diálogo entre las cosas más hondas de la arquitectura espiritual de Cataluña, y las cosas más hondas de un pintor convencido que los museos pudieran ser algo así como una de las casas más íntimas del ser y la identidad de los pueblos. Gaya decía que España sería algo más deshilachado y absurdo sin el Museo del Prado.
ARQUITECTURAS ÍNTIMAS
“Gaya y Gaudí tenían en común una visión sacra del arte y la realidad. Para Gaya, nada más sagrado que los colores, los perfumes, la geometría, el polvo, la materia, la piel, la carne y el misterio de lo real, cuya expresión más alta, para mí, bien pudiera ser el Gran arte, cuando el artista llega a alcanzar la naturalidad sacra de las palabras más sencillas, las palabras del Cántico espiritual; o la naturalidad del blanco y los grises de algunos acuarelistas chinos del siglo XIII.
SER Y ESTAR EN EL DESTIERRO
…En el caso de Gaya, el misterio que nos invitan a celebrar algunos de los cuadros de esta exposición es el misterio del Gran arte, amenazado por la barbarie del siglo XX, que tuvo muchos rostros, y todos desalmados.
Entre 1928, el año de la primera exposición de Gaya, en París, y 1948, el año de la pintura del IX Homenaje a Velázquez, la obra de Gaya pudo tomar muy distintos caminos de incierto destino.
En el principio, Gaya incluso pudo ser un pintor cubista, lírico, a la manera de tantos otros pintores de su generación, como su amigo Francisco Bores . O sentir, que las sintió, cualquiera de las pasajeras tentaciones de todos los maestros reunidos en la madrileña exposición de los pintores Ibéricos de 1925. Sin embargo, la exposición parisina de 1928, en compañía de sus paisanos Pedro Flores y Luis Garay, lo inmunizó para siempre contra cualquier tentación vanguardista. Pocos años más tarde, Balthus, que pronto pintaría su famoso retrato de Joan Miró y su hija, vivió en la misma plaza, casi en el mismo lugar, y obedeciendo, sin duda, a las mismas pasiones, sufrió la misma experiencia de rechazo contra las locuras parisinas que por entonces se sucedían a un ritmo vertiginoso. Y me digo que, si Gaya hubiese sido francés, más temprano hubiera llegado el reconocimiento por venir de su verdadero puesto en la historia del arte. Pero Gaya era reciamente español, y murciano, que son dos formas muy peculiares de ser y de estar en el destierro, en la propia tierra patria.
Esa condición embarcó a Gaya en el torbellino de las locuras mucho más trágicas que culminaron con la guerra civil y el Triunfo de la Muerte, a la manera del Bruegel del Prado.
Gaya y Gil-Albert, como sus amigas Rosa Chacel y María Zambrano, entre algunos otros, formaban parte de un grupo no muy numeroso de escritores y artistas, muy influenciados por Juan Ramón Jiménez, Ortega y Ramón Gómez de la Serna, que soñaron desde los años veinte con reconstruir la perdida arquitectura espiritual de España, enraizada en lo Bueno, lo Bello y lo Justo, el Arte Noble de la tradición castellana, cuyas expresiones canónicas son Velázquez y Jorge Manrique.
Gaya, como sus amigos y compañeros de generación, aspiraba nada menos que a poner fin y revocar la desalmada tradición cainita y hampesca que llevaba varios siglos envenenando la naturaleza íntima de España y los españoles, endemoniada la vida pública con las semillas de la podredumbre cainita que comenzó a proliferar con la Picaresca.
Desatada y perdida la Guerra civil, Gaya tomó el amargo camino del exilio y el destierro, dejando tras sí varias obras muy raras en su trayectoria, que no están presentes en esta exposición: escenas de drama y angustia, huellas íntimas de un artista y un arte desesperado.
Gaya perdería a su esposa en un bombardeo, durante ese periplo, no lejos de la frontera francesa. La vida íntima, la historia y el arte ya estaban maduras para celebrar, sin que él lo supiese en aquel instante, el oficio más alto: él oficio del artista capaz de dar a su obra un estilo propio y definitivo, dejando una huella personal en la historia general de la pintura.
En el caso de Gaya, ese estilo comienza por ser una manera de estar irremediablemente solo, de pie, íntegro, resistiendo con desplantes, temeridad y elegancia taurinas a los furiosos vendavales de la historia.
…He dicho bien elegancia taurina. Gaya, como su amigo José Bergamín, autor de obras canónicas en materia de arte y estética taurinas, fue un gran aficionado al arte de torear; incluso llegó a escribir varios textos importantes en ese terreno. Tal faceta de Gaya merecería por sí sola un estudio importante, que está por escribir. Baste hoy con subrayar que esa elegancia del hombre solo, en pie, con gracia, afrontando en solitario el riesgo de la muerte más absurda y gratuita, es algo esencial en el hombre Ramón Gaya; y en su obra.
Cuando Gaya cruza los Pirineos, como tantos otros, es un hombre sin casa, sin familia, sin mujer, sin patria, tiene todos los motivos para estar desesperado. Y quizá lo estuviese.
Sin embargo, el artista, el pintor, comienza a saber que él no se abandonará nunca a la tentación de un arte desesperado. Gaya había pintado algunos cuadros que hablan de la angustia del artista que contempla un bombardeo de poblaciones civiles. Sufrida en silencio esa experiencia, tan dramática y tan actual, Gaya advierte que la debilidad hacia el dolor pudiera ser una concesión que privase al arte de su naturaleza más honda; para transformarlo en otra cosa más débil, frágil, transitoria, circunstancial, convertido el artista en un cautivo del dolor y la desesperación. Para Gaya, como para Jünger, la hombría también se mide en la capacidad de resistencia solitaria contra el dolor y la angustia.”
Resumen de “Velázquez , Ramón Gaya y la comunidad de los hombres libres”.
Juan Pedro Quiñonero
ARQUITECTURAS ÍNTIMAS
“Gaya y Gaudí tenían en común una visión sacra del arte y la realidad. Para Gaya, nada más sagrado que los colores, los perfumes, la geometría, el polvo, la materia, la piel, la carne y el misterio de lo real, cuya expresión más alta, para mí, bien pudiera ser el Gran arte, cuando el artista llega a alcanzar la naturalidad sacra de las palabras más sencillas, las palabras del Cántico espiritual; o la naturalidad del blanco y los grises de algunos acuarelistas chinos del siglo XIII.
SER Y ESTAR EN EL DESTIERRO
…En el caso de Gaya, el misterio que nos invitan a celebrar algunos de los cuadros de esta exposición es el misterio del Gran arte, amenazado por la barbarie del siglo XX, que tuvo muchos rostros, y todos desalmados.
Entre 1928, el año de la primera exposición de Gaya, en París, y 1948, el año de la pintura del IX Homenaje a Velázquez, la obra de Gaya pudo tomar muy distintos caminos de incierto destino.
En el principio, Gaya incluso pudo ser un pintor cubista, lírico, a la manera de tantos otros pintores de su generación, como su amigo Francisco Bores . O sentir, que las sintió, cualquiera de las pasajeras tentaciones de todos los maestros reunidos en la madrileña exposición de los pintores Ibéricos de 1925. Sin embargo, la exposición parisina de 1928, en compañía de sus paisanos Pedro Flores y Luis Garay, lo inmunizó para siempre contra cualquier tentación vanguardista. Pocos años más tarde, Balthus, que pronto pintaría su famoso retrato de Joan Miró y su hija, vivió en la misma plaza, casi en el mismo lugar, y obedeciendo, sin duda, a las mismas pasiones, sufrió la misma experiencia de rechazo contra las locuras parisinas que por entonces se sucedían a un ritmo vertiginoso. Y me digo que, si Gaya hubiese sido francés, más temprano hubiera llegado el reconocimiento por venir de su verdadero puesto en la historia del arte. Pero Gaya era reciamente español, y murciano, que son dos formas muy peculiares de ser y de estar en el destierro, en la propia tierra patria.
Esa condición embarcó a Gaya en el torbellino de las locuras mucho más trágicas que culminaron con la guerra civil y el Triunfo de la Muerte, a la manera del Bruegel del Prado.
Gaya y Gil-Albert, como sus amigas Rosa Chacel y María Zambrano, entre algunos otros, formaban parte de un grupo no muy numeroso de escritores y artistas, muy influenciados por Juan Ramón Jiménez, Ortega y Ramón Gómez de la Serna, que soñaron desde los años veinte con reconstruir la perdida arquitectura espiritual de España, enraizada en lo Bueno, lo Bello y lo Justo, el Arte Noble de la tradición castellana, cuyas expresiones canónicas son Velázquez y Jorge Manrique.
Gaya, como sus amigos y compañeros de generación, aspiraba nada menos que a poner fin y revocar la desalmada tradición cainita y hampesca que llevaba varios siglos envenenando la naturaleza íntima de España y los españoles, endemoniada la vida pública con las semillas de la podredumbre cainita que comenzó a proliferar con la Picaresca.
Desatada y perdida la Guerra civil, Gaya tomó el amargo camino del exilio y el destierro, dejando tras sí varias obras muy raras en su trayectoria, que no están presentes en esta exposición: escenas de drama y angustia, huellas íntimas de un artista y un arte desesperado.
Gaya perdería a su esposa en un bombardeo, durante ese periplo, no lejos de la frontera francesa. La vida íntima, la historia y el arte ya estaban maduras para celebrar, sin que él lo supiese en aquel instante, el oficio más alto: él oficio del artista capaz de dar a su obra un estilo propio y definitivo, dejando una huella personal en la historia general de la pintura.
En el caso de Gaya, ese estilo comienza por ser una manera de estar irremediablemente solo, de pie, íntegro, resistiendo con desplantes, temeridad y elegancia taurinas a los furiosos vendavales de la historia.
…He dicho bien elegancia taurina. Gaya, como su amigo José Bergamín, autor de obras canónicas en materia de arte y estética taurinas, fue un gran aficionado al arte de torear; incluso llegó a escribir varios textos importantes en ese terreno. Tal faceta de Gaya merecería por sí sola un estudio importante, que está por escribir. Baste hoy con subrayar que esa elegancia del hombre solo, en pie, con gracia, afrontando en solitario el riesgo de la muerte más absurda y gratuita, es algo esencial en el hombre Ramón Gaya; y en su obra.
Cuando Gaya cruza los Pirineos, como tantos otros, es un hombre sin casa, sin familia, sin mujer, sin patria, tiene todos los motivos para estar desesperado. Y quizá lo estuviese.
Sin embargo, el artista, el pintor, comienza a saber que él no se abandonará nunca a la tentación de un arte desesperado. Gaya había pintado algunos cuadros que hablan de la angustia del artista que contempla un bombardeo de poblaciones civiles. Sufrida en silencio esa experiencia, tan dramática y tan actual, Gaya advierte que la debilidad hacia el dolor pudiera ser una concesión que privase al arte de su naturaleza más honda; para transformarlo en otra cosa más débil, frágil, transitoria, circunstancial, convertido el artista en un cautivo del dolor y la desesperación. Para Gaya, como para Jünger, la hombría también se mide en la capacidad de resistencia solitaria contra el dolor y la angustia.”
Resumen de “Velázquez , Ramón Gaya y la comunidad de los hombres libres”.
Juan Pedro Quiñonero
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