La
llegada del empresario francés Simón
Casas a la plaza de Las Ventas es
una de esas noticias verdaderamente inquietantes que no deja
indiferente a cualquiera que tenga el más mínimo interés por la
pervivencia de la fiesta de los toros.
Se
consumó el desaguisado. La Comunidad de Madrid, propietaria de la
plaza, solo podía elegir entre Taurodelta,
que ha fracasado en su larga etapa de diez años en las oficinas de
la calle Alcalá, o Casas, que ha presentado una mejor oferta y ha
conseguido su objetivo tras dos décadas de esforzados intentos.
Todo
hubiera seguido igual (mal) si continúa la empresa anterior, pero
ahora todo puede empeorar, y mucho.
Justo
y educado es dar la bienvenida al ganador y desearle los mejores
augurios por el bien, especialmente, de la tauromaquia. Pero mucho
deberá cambiar el señor Casas para que sus buenos propósitos (“Se
abre un antes y un después en el toreo”, ha declarado sean
creíbles, y algún que otro aficionado pierda el temblor de piernas
que padece desde que supo que es el nuevo empresario de Las Ventas
Simón
Casas (Nimes, 1947), sinónimo de Bernard Domb, hijo de madre turca y
padre polaco, que solo fue matador de toros el día de su
alternativa, en 1975, en su coliseo natal, abandonó el traje de
luces por los despachos, y ahí lleva toda una vida como empresario,
apoderado y personaje singular que habrá ganado dinero y
popularidad, pero no prestigio.
Autoproclamado
‘productor cultural’, con pinta de aventurero, amante de la
gestualidad, deslenguado e histriónico, es un reconocido experto en
sandeces con aparentes intenciones insultantes. Ávido de notoriedad,
habla en exceso, siempre con pasión, y del mismo modo, y con similar
frecuencia, yerra. Su vacía verborrea es tan desbordante como su
osadía, y sus planes carecen de predicamento porque los desmienten
sus obras.
Si
decepcionante es su imagen pública, muy preocupante es su
trayectoria como profesional. No son pocos los que aseguran que es un
taurino para echarse a temblar.
Defensor
del toro anovillado y artista, -ahí está su gestión al frente de
la plaza de Nimes, apuntada casi en exclusiva al encaste Domecq-, y
partidario de que se expulse de los tendidos ‘a los 20 o 30
integristas’ que defienden la pureza de la fiesta de los toros;
descarado con aficionados y periodistas que no comulgan con sus
ideas, y mal educado con la autoridad cuando no se pliega a sus
deseos. Para la historia extravagante y vergonzante de la tauromaquia
ha quedado esa foto en la que aparece haciendo un corte de mangas al
presidente de Nimes porque se negó a conceder trofeos a Daniel
Luque, a quien apoderaba.
En
fin, que el nuevo empresario de Madrid conocerá, sin duda, los
entresijos de este negocio, pero carece -a la vista está- del estilo
y la reputación que se le debe suponer al responsable de la plaza
más influyente del mundo.
Y
lo que es más grave: su concepto de la tauromaquia es, justamente,
el contrario del que hoy necesita la fiesta de los toros.
Ojalá
todo lo escrito sea un inmenso error, y el señor Casas sorprenda y
deslumbre con su espíritu revolucionario e innovador; ojalá sea
capaz de convertir la plaza de Las Ventas en un espejo de esperanza
para todos los aficionados; ojalá así sea.
Entretanto,
su llegada es una noticia inquietante, propiciada por la Comunidad de
Madrid, más preocupada por su afán recaudatorio que por la grandeza
de la fiesta. Si el señor Casas fracasa, habrá que culpar a quien
lo designó, en una palmaria dejación de responsabilidad; si
triunfa, el éxito será solo del empresario. Difícil empeño, pero
ojalá lo consiga.
Por
si acaso, pónganse a cubierto. ¡Socorro…!
Antonio
Lorca en El País 27/09/2016
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