Pepe Rufino prepara sus siete corridas del año en los cercados
alineados alrededor del generoso arroyo que baja desde las últimas
estribaciones de Sierra Morena, desembocando más abajo, en el río
Viar, cuyas aguas atraviesan la sierra de Constantina antes de regar
los cultivos de Lora del Río.
[…] En el cerro que domina el cortijo, se encuentran las madres con
sus crías, mientras que, para distinguir a las añojas, hay que
subir hasta lo alto de la finca. A lo lejos, en otro cerro, algunas
manchas de color delatan la presencia del ganado. “Están
totalmente asilvestradas. No se dejan ver. Para tentarlas, al año
que viene, tendremos que cortarles el agua para que tengan que
buscarla y, poco a poco, las acercaremos hasta el cercado más
cercano a la plaza”. A las hembras siempre hay que engañarlas.
Pepe observa con cariño a las madres variopintas. “No pensaba
volver a ser ganadero, aunque lo llevaba dentro. Pero, eso sí,
siempre quise tener una dehesa y la compré con mis ahorrillos cuando
me jubilé, después de trabajar toda la vida para el Banco Urqujo,
administrando empresas. Había conocido el mundo taurino cuando los
empresarios iban en busca de los ganaderos… pero sabía que ahora
era al revés. O peor: los ganaderos van en busca de los toreros
para que les coloquen las corridas. Sabiendo eso, sólo quería
ganado manso para disfrutar de mi dehesa. Quería volver al campo que
siempre me gustó. Aristóteles escribió que, el hombre es tan
imbécil, que no le echa cuentas a la cosa más preciada”.
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