jueves, julio 29, 2010

La mordida (Capitán Alatriste)


LA MORDIDA

Hay días en los que se te agarra un bocado dentro, a la altura del esternón, que no sangra pero aprieta. No es una dentellada taurina, sino moral. No nos engañemos: los toros en Cataluña llevan años en el desolladero. Entre todos la matamos (empresarios, toreros, ganaderos, apoderados, etc.) y ella sola se murió. Incluso los periodistas, que domingo tras domingo, inflábamos la entrada de unos tendidos donde prevalecía el cemento. Un cuarto se convertía en más de un tercio; un tercio, en media plaza. La Monumental de Barcelona –único coso en activo- era peor que un hijo tonto. La presentación del ganado, salvo honrosas excepciones, resultaba infumable. Y al echar un vistazo a la cartelería entraban ganas de salir corriendo calle Marina arriba.

Pero, ¿por qué este afán prohibicionista? ¿Esta intromisión de lo público en lo privado? ¿Qué placer nos vedarán mañana? La fiesta de los toros encarna la obstinación de una minoría de luchar por unos valores que la sociedad actual desprecia. La tradición y el ritual. El respeto. La nobleza y la bravura. El orgullo. El valor sin imposturas. La búsqueda de la excelencia. El pundonor. La clase. La vergüenza torera.

A ciertos colectivos (y puntualizo el término “colectivo” porque la individualidad es otro valor perdido), domesticados al abrigo de la televisión, les ofende la muestra de la muerte. De ahí que la oculten. Hemos desterrado el ritual, especialmente la liturgia vinculada con la Parca: el luto, los cortejos, las marcas de duelo. Son signos que sólo sobreviven en la copla: “Que le pongan un crespón a la mezquita, a la torre y sus campanas, a la reja y a la cruz. Y que vistan negro luto las mocitas por la muerte de un torero caballero y andaluz”. Este espectáculo tan singularmente bárbaro y violento, representa el triunfo de la vida sobre la muerte, y no al revés.

Los toros no son de derechas ni de izquierdas. Sólo entienden de querencias. Si algún día desaparecen será porque ya no desatan pasiones. Ni hacen temblar. O llorar. O gritar un “olé” tan ronco como el aguardiente. O cuando dejemos de sentir una mordida dentro cuando intentan arrancárnoslos. Mientras tanto, tengamos la fiesta en paz

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