Era ciertamente una corrida maravillosa, y mucho más bonita, pensaba la infanta, que la corrida de verdad a la que le habían llevado en Sevilla con ocasión de la visita del duque de Parma a su padre. Algunos de los muchachos hacían cabriolas montados en caballos de juguete ricamente enjaezados, blandiendo largas picas anudadas con alegres caídas de cintas brillantes; les seguían otros a pie que movían sus capotes escarlata delante del toro y saltaban con ligereza la barrera cuando les embestía. Y en cuanto al toro mismo, era exactamente como un toro vivo, aunque estaba hecho sólo de mimbre y cuero tensado, y a veces insistiera en correr dando la vuelta al ruedo sobre las patas traseras, lo que jamás se le hubiera ocurrido hacer a ningún toro vivo. Se prestó espléndidamente a la lidia, también, y los niños se excitaron tanto que se pusieron de pie en los bancos, y agitando sus pañuelos de encaje gritaban: ¡ Bravo toro! ¡Bravo toro!, con la misma seriedad que si hubieran sido personas adultas. Finalmente, sin embargo, después de una lidia prolongada durante la cual varios de los caballos de cartón fueron atravesados a cornadas y sus jinetes desmontados, el joven conde Tierra-Nueva hizo humillar al toro, y habiendo obtenido permiso de la infanta para darle el golpe de gracia, hundió su estoque de madera en el cuello del animal, con tal violencia que arrancó la cabeza de un tajo, y descubrió el rostro risueño del pequeño Monsieur de Lorraine, hijo del embajador francés en Madrid"
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