-Escribe Barquerito:
Vistos los dos primeros tercios, nadie apostaba por el tercero de la tarde. Nadie más que Javier Castaño. Alto de cruz, cortito, las orejas alerta en gesto de recelo, el toro se dolió o blandeó en dos varas que tomó corrido y se dolió también en banderillas como si le hubieran dado cuerda para girar sobre su propio eje cual derviche danzante. Pero Castaño parecía haber descubierto el son del toro en el recibo de capa: lo llevó muy empapado. Daría por bueno el renuncio en varas y banderillas.
Estuvo toreando desde el primer muletazo y el primer viaje. Sentado en una silla de anea que se hizo sacar desde el callejón como una paloma de mago, le pegó en tablas sin enmendarse al toro cinco templados pases, por una y otra mano, y luego, abierto a las rayas, dos más de dominio. De pronto sacaron de escena la silla y Castaño se fue a los medios para con parecida finura ponerle al toro la velocidad que quiso, se lo trajo toreado por delante y lo soltó con limpieza, ligó dos tandas en redondo y aquello parecía, sin serlo, coser y cantar.
Rompió a bueno el toro, pero hubo que hacerlo romper porque, antes de asomar la silla, estaba apalancando, y luego no. La faena tuvo rigor, fue de mando y exposición, y tuvo, además y antes de la igualada, la guinda de una tanda de muletazos sin ayuda con cambios de mano de uno en otro, muy espectaculares. No tanto como dos o tres naturales de ritmo lento, soberbios. Las conquistas de Castaño con toros de Miura -su apoteosis de Nimes en tarde de único espada- quedaron bien retratadas con esta faena de Pamplona, tan bonita.
-Escribe Mariano Pascal:
¿Por qué se les ponía la piel de gallina a los aficionados? es difícil explicarlo pero fácil entenderlo. Paul Valéry escribió que lo más profundo se encuentra en la piel.
Profunda, y noble, era la embestida del Miura. Profundos y templados los naturales de Javier Castaño. Los aficionados veían en la faena de Castaño el toreo soñado. Ése toreo rumiado desde meses antes de que salgan los carteles, en los que las expectativas de ver torear toros-toros se confunden los recuerdos que resultan siempre engañosos. Esas faenas que se cuentan de “aquella tarde de los miuras”. Lo que sucedía en el ruedo conmovía, quizá sólo a quienes tenían unos registros previos.
-Escribe Antonio Lorca:
El gran mérito de Javier Castaño es que muleteó al tercero de la tarde como si fuera un toro artista, dulce y bobalicón, de esos que tanto estiman las figuras. Pero no lo era, no, sino un miura que manseó en el caballo, esperó con sentido en banderillas y llegó al tercio final con todo el crédito perdido. Tampoco Castaño es un exquisito, pero sí un torerazo de los pies a la cabeza que vive un momento pletórico de seguridad, firmeza, claridad de ideas y confianza en sí mismo. Nadie daba un duro por ese toro hasta que el matador lo esperó pegado a tablas sentado en una silla de enea, lo pasó por alto hasta en cuatro ocasiones, y lo citó, después, con la mano derecha, asentadas las zapatillas, la mente despejada y el valor seco, para hacer, sin truco alguno, un juego de magia consistente en tirar de la embestida, templarla y convencer a su oponente de que entre ambos podía surgir el toreo emocionante. No fue la suya esa faena moderna de cientos de pases anodinos, sino una sucesión de momentos poderosos, de dominio, de entrega y de una fe sin límites. Tiró la espada al final e inició una tanda cambiando de mano tras cada muletazo que precedió a una buena estocada.
No salió a hombros Javier Castaño, pero quedó claro que vive un tiempo de extraordinaria madurez. No es un artista, y se supone que conoce su sino, pero el poder, el valor y la entrega son credenciales suficientes para alcanzar el honor de figura.
Foto: Emilio Méndez
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