El
pobre balance artístico de las corridas de Feria de este año en la plaza de
Sevilla invita a algunas reflexiones que afectan a la esencia misma de la
fiesta, a su inmediato futuro y a su pervivencia en el tiempo tal como hoy la
entendemos quienes pugnamos por evitar la progresiva desnaturalización de un
ritual antropológico y cultural de tanta grandeza. Y también claro está, por
asegurar la seriedad y el prestigio de una ciudad como Sevilla, referencia
angular en la génesis y evolución del arte taurino y hoy por desgracia en
trance de erosionar frívolamente tan alto patrimonio.
Las
exigencias de unos y los intereses de
otros, la contumancia de éstos y las torpezas o inhíbiciones de aquellos han
hecho imposible, contra toda lógica, la solución a un problema -el desacuerdo
entre la empresa y cinco de las primeras figuras- que debería haberse resuelto
con altura de miras, evitando el deterioro de una plaza, una afición y una
ciudad en fiestas que no merecían tan desatento y al mismo tiempo tan suicida
desenlace.
Una
muestra más en mi opinión, de la perdida de pulso y de la desalentadora
inconsciencia con que la Sevilla de hoy se revela, tanto en este como en otros
aspectos de su perfil social, incapaz de situarse al nivel de su categoría
historica y de su probervial sentido del decoro.
Que
un lugar donde la tauromaquia nunca ha sido un aderezo intrascendente sino un
rasgo central central de su identidad no haya logrado evitar tan desafortunado
final, no hace sino confirmar los augurios mas pesimistas sobre la escasa
entidad de su sociedad civil y de sus mismas instituciones.
La
drásctica reducción de los abonos, la triste visión de los graderios
semidesierto y la falta de ilusión del público han hecho un flaco favor a la
imagen del toreo y han generado en la afición un desencanto de consecuencias
nada propicias al arraigo social de la corrida.
Y
ello en el momento más inoportuno, cuando la fiesta de los toros, además de
hacer frente a los envites foráneos de la sensiblería animalista y del
sectarismo político, se ve paradojicamente obligada a defenderse también de los
propios adversarios internos que parecen ignorar que solo en la autenticidad
tiene garantizada la supervivencia.
Sería
un error sin embargo, atribuir en exclusiva el corto resultado de este año a la
ausencia coyuntural de esos cinco matadores. Su vacío se ha dejado sentir en la
desatención del público, en su aburrido talante, en el escepticismo con el que
ha acudido a la plaza y en su falta de fe en el torero o aún muy bisoños e
inexpertos o, salvo algún noble gesto de pundonor bastante mermados de ánimo.
Es
obvio que, de haber estado los cinco en los carteles, el balance de la lidia hubiera
sido menos desolador de lo que ha sido. Pero no hasta el punto, en mi opinión,
de hacernos olvidar el mal que con más fuerza contribuye al desánimo del
aficionado y a la irritante frustración con que, al borde del abandono, viene
asistiendo desde hace ya algunos años, una tarde tras otra, al reiterado
episodio de la degradación del toro de lidia.
Se
pulsa en los tendidos el progresivo desaliento de una afición que sostiene a la
fiesta y que pacientemente soporta hasta la náusea un intolerable ritual de
monotonía. Monotonía en la factura técnica de los nuevos toreros, contagiados
de un sobreactuado manierismo de escuela que enmascara su genuina personalidad.
Monotonía en la elección de los lances, más sujetos a modas que adecuados a las
axigencias de la lidia. Y monotonía -y esto es lo más grave de todo en la
escasa fortaleza del ganado, tal vez más “noble” y “bonancible” que nunca, acometiendo
en el mejor de los casos, una y otra vez a la muleta con la regularidad de un
autómata pero con la flojedad y cansina embestida de un animal prematuramente
rendido.
No
sabría decir si es o no verdad, como muchos afirman, que hoy se torea mejor que
nunca. Sí desde luego más ceñido, con más ligazón y más voluntad estética que
antaño, lo que parece reclamar un arquetipo de toro que posibilite faenas
largas y repetitivas, con más desmesura numérica que condensación técnica y con
más belleza formal que efectividad lidiadora en sentido estricto.
Nada
habría que objetar a la legitimidad de ese canon, producto al fin y al cabo,
como en todas las expresiones artísticas de la natural evolución de los gustos,
si la obsesiva búsqueda de ese toro ideal no hubiese derivado en la cansada
uniformidad de hoy y en el aburrimiento que suscita la alarmante proporción de
reses sin fuerzas, al borde de la caida o faltas de movilidad, como salen por
los chiqueros de nuestras plazas. Que hacen del todo imposible la práctica del
toreo al faltar la emoción, piedra angular de la tensión dramática que exige la
fiesta.
Bienvenidas
sean, por supuesto, las campañas destinadas a ponderar el enorme peso cultural
y artístico de la fiesta de toros, su profundo sentido antropológico y su
significación simbólica como metáfora de la condición humana. Y también, naturalmente,
las iniciativas que busquen el acercamiento de nuestra juventud a tan rico y
hermoso patrimonio del todo ausente, de manera incomprensible, de nuestro
sistema escolar.
Gestos
todos ellos encomiables para neutralizar toda una desafección a las corridas
que por lo general procede más del desconocimiento que de la inquina de sus
detractores. Pero antes habrá que asegurarse de que es en el mismo ámbito
taurino donde primero se propugna la verdad de la fiesta, no sea que alanceando
solo a los peligros externos y condescendientes con los propios nos encontremos
un buen día con los tendidos despoblados de aficionados repletos de desencanto.
ROGELIO REYES
Real Academia Sevillana de Buenas Letras
Nota Artículo publicado en Abc de Sevilla el pasado día 15 y que nos lo remiten los amigos de la UTAA-Sevilla
Nota Artículo publicado en Abc de Sevilla el pasado día 15 y que nos lo remiten los amigos de la UTAA-Sevilla
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