“¿Qué
verdadero niño andaluz no ha soñado alguna vez en ser torero? Daba
la espalda del colegio a un gran ejido de retamas, adonde iban a
pastar las vacas y torillos de mi tío José Luis de la Cuesta. A los
once años de edad, y sobre todo cuando se alimentan ilusiones
taurinas, se es ya todo un valiente. Íbamos unos cuantos, a la hora
del latín o las matemáticas -Luis Bootello, José Antonio
Benvenuti, Aranda...-, alumnos del segundo y tercero de bachillerato,
dispuestos a apartar un becerrillo o lo primero que se nos arrancara.
Juan Guilloto, aunque menor, nos acompañaba algunas veces; también,
de cuando en cuando, se nos añadía un gitano apodado «La Negrita»,
algo mayor que nosotros y que contaba con nuestra admiración por
haberse tirado al ruedo en una novillada y terminado en la cárcel.
(…)
Llegaba el momento de separar la fiera. Pero los zagales vigilaban.
Había, por lo menos, que distraerlos o eliminarlos de su custodia.
Momento peligroso. Los imberbes toreros nos íbamos acercando
separadamente al ganado, con los bolsillos cargados de piedras.
(…)
Como señal de ataque sonaba un silbido. Y, antes que los guardianes
pudieran defenderse, la pedrea diluviaba sobre sus desprevenidas
cabezas, obligándoles a correr o a tirarse por tierra para no morir
descalabrados y evitar de este modo la respuesta de sus hondas de
pita.
(...)
Cuando la corrida podía verificarse, consistía entonces en unos
desordenados chaquetazos, varios revolcones con pateaduras,
traducidos luego en indisimulables agujetas y negros cardenales.
Aquellos golpes y magulladuras, a pesar del callado dolor que nos
causaban, eran nuestro orgullo. Pensábamos en las grandes cornadas
de los famosos matadores, recibidas entre un delirio de abanicos y
aplausos por los ruedos inmensos. Y luego, las conversaciones ilusas,
los entusiastas comentarios. En ellos figuraban con insistencia «la
enfermería oscura de las plazas, el yodoformo, el paquete
intestinal, la gangrena, la rotura de femoral o la muerte instantánea
por choc (¡!)», palabras estas aprendidas de los revisteros
taurinos, pronunciadas a veces con más terror que valentía por el
misterio que encerraban aún para unos incipientes y vagos
estudiantes como nosotros”.
“La
arboleda perdida”, de Rafael Alberti.
Vía: Antonio Pineda
Rafael Alberti y su "Arboleda perdida" rememora la edad dorada de la infancia y ese pinar centenario que aún existe en su Puerto de Santa María. Manuela Carmena y sus cofrades tratan de quitarles sus "arboledas soñadas" a los alumnos de la Escuela de Tauromaquia de Madrid. Dicen que esos conocimientos de tauromaquia, están en contradicción con los derechos humanos. ¿Desde cuando esa supuesta izquierda ha llegado a esa asombrosa conclusión?. ¿Desde cuando la tauromaquia fruto de la ilustración y de algunas de las mejores cabezas de nuestra cultura es un atentado contra la carta de derechos humanos de las Naciones Unidas?. O no leen, o no piensan, o directamente se inventan la realidad, para que esta no les contradiga.JUANSINTIERRA
ResponderEliminarLuego le ponen calles, pero no por su poesía, Sino por haber sido parte de bando perdedor. Sin saber que por encima de la ideología. Los dos bandos tenían una sola cosa en común. El amor a España.
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