Pero quizás tú no
sepas, Modesto, cómo acabaron mis pretensiones toreras. Tú conocías
muy bien a Manolillo el barbero, el de la calle Luna, gran
aficionado. A él se le ocurrió, una de las veces que me
trasquilaba, dejarme la coleta. De sus manos salí aquel día con un
pico de pelo, que me asomaba bajo la coronilla como la nariz de un
gran garbanzo. Al principio no se notaba, y sólo se lo confesé,
mostrándoselo con orgullo, a Benvenuti, que era quien más en serio
pensaba convertirse en matador de toros. A los dos meses, aquello
había crecido demasiado, obligándome a quitarme apenas la gorra y a
tapármelo en clase con la mano, adquiriendo así una forzada postura
de alumno pensativo bastante sospechosa. Pero al fin llegó el día
en que mi secreto lo iba siendo a voces. (... ) Y llegó la denuncia.
Fue en clase de francés. Un interno que tenía detrás. Descuido
mío. Una imprudencia de la mano que me servía de tapadera. El
interno (no recuerdo su nombre) tuvo que descubrirlo. Era demasiado
notorio, demasiado indecente aquel colgajo. ¡Horror! Una carcajada.
-¿Qué
significa eso?
-Mire,
padre Aguilar.
Éste
se levantó, severo, interrogante, pero sin descender del estrado.
-Explique
los motivos de esa risa.
-¡La
coleta de Alberti! ¡Mire, mire!
Gran
escándalo. La clase entera, de pie. Y la mirada del padre Aguilar,
dura, como un estoque, entrándome en el alma. La vergüenza creo que
me hizo enrojecer hasta las raíces del amenazado símbolo taurómaco,
que yo trataba de ocultar aún entre mis dedos temblorosos.
-¡Silencio!
-ordenó el profesor de lengua francesa.
Entonces,
Benvenuti, que se hallaba sentado junto a mí, sacando un cortaplumas
desafilado, mohoso, de esos que anuncian el coñac Domecq, me la
cortó de un terrible tirón inolvidable, lanzándola sobre la mesa
del padre Aguilar, quien con un irreprimible gesto de asco la arrojó
al cesto de los papeles. Ya sin coleta me sentí derrotado, viejo,
como ese lamentable espada cincuentón que sobrevive a sus triunfos”.
“La
arboleda perdida”, Rafael Alberti.
Vía: Antonio Pineda
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