Cada vez llega más de tarde en tarde, por eso ayer fue un día especial y los que estábamos en la plaza debemos sentirnos afortunados.
La grandeza del
toreo acontece cuando un torero valiente y generoso se encuentra ante un toro
de boyante embestida y le embarca con oficio, dominio y naturalidad en la
muleta durante unos minutos que se vuelven eternos y únicos, el toro se va
viendo sometido paulatinamente, se percata de la superioridad de su oponente y
acaba rindiéndose sin remisión y pidiendo la muerte.
Ayer Ginés Marín,
un chaval de veinte años, removió nuestros viejos corazones de aficionados y
nos devolvió la fe en la tauromaquia, desbordó nuestras expectativas y nos
trasladó a los tiempos vividos en que la conjunción entre toro y torero era la
razón fundamental de nuestra afición.
Seguramente
muchos de los jóvenes que abarrotan las gradas empujados por unos precios irrechazables
no habían visto nunca nada igual, seguramente sentirían ayer una punzada en el
estómago y un ahogo en la garganta que solidificará su afición en el corazón y
justificará su asistencia a los toros a partir de ahora, ya tienen (tenemos)
una razón poderosa que se justifica más allá de la razón lógica que nos
arrastrará a la plaza de toros para esperar volver a sentir la sensación única
y maravillosa del toreo, del arte de torear y la emoción que nos traspasa y nos
eleva y justifica la cría y la muerte del toro en la plaza.
Gracias a Ginés
Marín por su valentía, por su generosidad, por su acertada interpretación del
toreo, por devolver la esperanza a nuestros corazones, por elevar nuestra moral
y por justificar nuestra entrega a este arte único y efímero.
Felicidades
torero, ahora mismo eres el más grande.
Jandro
Foto: Andrew Moore
Foto: Andrew Moore
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