Tampoco
ha pasado tanto tiempo desde que los yonkis de andanada, adictos a la papelina
diaria de solymoscas, sonreíamos, ya desenganchados, por fin, del viejo vicio,
de la puta tauromaquia, cuando apareció, como de la nada, una pantasma gallista,
el montaraz Fandiño, a mi escaso entender, el matador más importante de lo que
llevamos del XXI. El advenimiento del orduñés nos valdría para volver a las
andadas, con una sutil diferencia: por fín había alguien que anteponía la
autenticidad a la banalidad; la integridad a la corrupción -verdadera Fiesta
Nacional-; la hombría castellana a la mojigatería clavelera y la heroicidad a
la pamplina esa del arte.
Fandiño
fue, es, y será por los siglos de los siglos, ojito derecho de la denostada
afición torista, sectarios del toro cabrón, tertulianos de cossío y tuiter, esa
chusma selecta a la que con tanto agrado pertenece uno. Nunca olvidaremos sus
faenas, ya reproducidas en la retina en blanco y negro, a lo toreo de autor, el
pulso a los jésiete, luego a los jédiez, el ni un paso atrás, ese no
claudicar en despachos y su expresión de fiereza haciendo el paseíllo: sólo le
faltaba el puro en la comísura para ser Clint Eastwood. Y siempre con los
cojones por bandera.
Qué
perturbador ese caos que envolvía al maestro como el fuego del espíritu santo,
el uys y el ays, las chicuelinas desbocadas, los óles tragando saliva,
que son olés que estrangulan, las gaoneras a tragantón, la bancarrota de los
vendedores de pipas -los verdaderos triunfadores de San Isidro, dos años más de
Simón Casas y todos amanciosortega-; esas guerras napoleónicas de muleta
repletas de enganchones, mando, gañafones y verdad; el par de zapatillas,
clavadas al albero, como astronauta a la luna, mientras el manso con resuello a
azufre te muge en la nuca. Y el tío sin pestañear. Qué cojones, Iván. Como te
tiraste a matar sin trastos contra un hijoputa de seiscientos kilos y
dos navajas cuando los histéricos del tendido no somos capaces de tirarnos así
a la piscina por si el agua está muy fría.
Todavía
deben retumbar en los tímpanos del starsystem el "no me alivio
porque no me da la gana", chulería -la chulería en un torero debería
de darse en alternativa y ser obligada, como la peineta en la martirio- que
escupió en una radio allá por el trece, cuando estaba moviendo el avispero y
algunas puertas se le cerraban. Y buena fe que pueden dar aquellos
bienaventurados que lo vieron en capeas carnavaleras, plazas portátiles de Ikea
y talanqueras propias del spaguetti western sin volver la cara en ningún momento.
La
encerrona de Madrid, momento clave de la tauromaquia moderna, terminó
representando eso tan español de lo que pudo ser y no fue. El
cartel, biografía y lápida de una vida, continúa estremeciendo al más pintao:
lleva su a coronada, su herradura, la pé con la cruz, la uve en el hexágono, la
eme con boina y su jota con la e; laberinto del minotauro cañí, un mapa de la
historia de España trazado con sangre y oro; cuenta la leyenda que si te
concentras en el cartel y le chistas eeeje toro tres veces antes de
dormir se te aparece cazarratas en sueños.
Y
allí que estábamos todos, como una familia -o una secta de iluminatis, para las
buenas gentes del clavel y gintonic-. Veintitantos mil, un ejército, pero
eramos más, bien lo estamos viendo estos días. Con Iván abriendo plaza, al
abordaje de cultura, desafíando al monoencaste, preparados para escupirle a la
cara al toreo moderno, con el colmillo retorcido y la navaja afilada, contra el
empresario mangante, el ganadero juampedrero y las figuras de
pitiminí, prestos a abanderar un nuevo tiempo con raíces en lo viejo que,
como no puede ser de otra manera tratándose de nosotros, fracasó con
estrépito.
Hasta
para fracasar hay que tener suerte.