De
Ángel Sánchez fue la tarde y será la fama pues no es cosa común
ver a un debutante torear con tanta pureza, tanto empaque, tanto
garbo y tanto temple.
Un
novillo extraordinario, sí, pero toreado con carísimo primor. Faena
de altos vuelos, resuelta con la sencillez propia del toreo que, por
su ajuste de mano baja, su despaciosidad y su ligazón, se llama, muy
propiamente, profundo. Con el capote, la verónica traída por
delante, acompasada. Y, sobre todo, con la muleta, en profusa pero
intensa faena, de hasta casi diez tandas sin que sobrara ni pesara
ninguna, porque todas tuvieron su encanto o su razón particulares.
Desde una primera rodilla en tierra hasta una última de tres
naturales abrochados con la trincherilla y el de la firma.
En
el cuerpo de la faena, todo sustancia, variaciones en la distancia,
en el dibujo del muletazo –soberbios los naturales ayudados, de
estirpe antoñetista-, a suerte cargada los pases de pecho, grave
alegría en el toreo casi frontal, siempre vertical y relajada la
figura. El encaje perfecto. Natural compostura. La faena se vivió
con clamor constante y rampante. Tres pinchazos sin apuntar ni
cruzar, una defectuosa estocada perpendicular y trasera, rueda de
peones. Y hasta la próxima.
Posdata
para los íntimos :
Torero
habemus! (Aleluya, aleluya...!)
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