José
Ramón Márquez
Ahora
el revuelo es con Goya. El tonto antitaurino
(antibostaurus sempervirens) siempre está a la gresca con su
denodada lucha y una de las cosas que más puede fastidiarle en el
plano artístico es la indubitable afición del genio de Fuendetodos
a la tauromaquia. Es que aquí no hablamos de un artistucho de cuarta
categoría que pintó cuadros para iglesias a tanto alzado, sino de
una de las más fascinantes personalidades artísticas de los últimos
dos siglos, explorador de caminos, iniciador de estilos, de un pintor
genial en el sentido antiguo y respetable del término, cuando éste
se aplicaba a los genios de verdad y no a un tío que tira las cañas
de maravilla, tal y como ocurre en nuestros días.
Al
antitaurino, que profesa por lo que él denomina “cultura” la
misma veneración laica que por ella sentían los nazis aquellos que
se solazaban escuchando la impresionante 9ª Sinfonía deBrückner a
escasos metros del lugar donde se estaba gaseando a los hebreos, le
estorba enormemente en su dibujo infantiloide/interesado la presencia
de un auténtico genio de talla universal colocado del lado de la,
para él, nefanda tauromaquia. Imaginan a un Goya devorando tofu y
alimentos orgánicos que le asemeje a su ridícula concepción de un
mundo basado en el principio de «viva la gente / la hay donde quiera
que vas».
El
animalismo va por su lado, pero tampoco podemos dejar de lado la
perenne búsqueda de la novedad de los nuevos profesores, tesinandos,
gentes de la Universidad. Debemos aceptar que su camino es altamente
arduo, si su vocación les lleva al estudio de grandes genios. La
capacidad de innovar en caminos que han sido trillados por mentes de
gran altura intelectual, y citemos aLafuente Ferrari en
Goya como incontrovertible autoridad, lleva en muchas ocasiones a los
investigadores a hacer el ridículo sólo por su afán en buscar
novedosos enfoques, ángulos nunca vislumbrados, perspectivas
novísimas. Los pobres también tienen que ganarse las habichuelas, y
es justo que traten de vender sus burras a quien las quiera comprar:
en este caso al estamento antitaurino tan bien engrasado con dineros
de ignota procedencia internacional. En este caso lo que más puede
llegar a chocar es que instituciones a las que supone cierta seriedad
tales como el Museo del Prado, que es quien abrió la veda, o la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, avalen memeces de tipo
coyuntural tan alejadas de la realidad, piruetas teóricas que no
sólo no vienen avaladas en modo alguno por evidencias científicas,
sino que son desmontadas por la pura evidencia de ver los retratos
cuidadosos con los que Goya pinta a sus ídolos, al torero Pedro
Romero, al ganadero Duque de Osuna, al encierro de
los toros en (acaso) La Muñoza, junto a los lances de las corridas,
el desparpajo de las banderillas, la luminosidad del arrastre del
toro con la plaza llena de público sin recrearse en los cadáveres
de los pencos corneados que quedan en el redondel. Goya exprime la
vida y exprime la tauromaquia en su obra como expresión del jolgorio
en el que lo elitista y lo popular se unen en un espectáculo festivo
y luminoso.
Y
si alguien quiere buscar, hurgando en la serie de La Tauromaquia y
juzgando con honestidad a Francisco de Goya, lo que hallará es un
aficionado ya mayor y desencantado. No con la tauromaquia en sí
misma, sino con la fantasmagoría de la época que le tocó vivir.
Les pasa -nos pasa- a todos los aficionados. ¿Cómo comparar a Pedro
Romero con la actual decadencia?, diría el aragonés. ¿Cómo
comparar nosotros a Antonio Bienvenidacon lo que hoy se
ve en cualquier plaza de toros?, diríamos hoy. Goya es un aficionado
que reniega de las formas que toma el toreo cuando él es ya viejo,
como hacemos casi todos, y reniega, como renegamos, de la
deriva del arte de torear en épocas que no nos pertenecen. Diríamos
hoy: ¿qué comparación es posible en los modos de torear entre uno
del montón de los años setenta con el mejor de hoy día?
Goya
no está interesado en el toreo que se produce en sus días al final
de su vida, como les pasa a tantísimos aficionados -mismamente mi
abuelo o a Edgar
Neville se
me vienen a la cabeza-, porque eso ya no es su fiesta, su gente, su
estilo, su época. Por eso es que se pone a retratar lo
extraordinario: la cogida del alcalde de Torrejón o la
de Hillo, Juanito
Apiñániz,
el diestrísimo estudiante de Falces, la plaza partida… Los
toros en sí, su fascinación juvenil y enamorada por ellos ya
está plasmada en otros sitios: en esa escena de capea del toro del
aguardiente en Carabanchel Alto. Viejo y desencantado, sólo le
quedan los recuerdos más fuertes que son los que plasma de manera
magistral en su tauromaquia. Y esa visión descarnada y ruda, brutal
y llena de fuerza es la que completa de manera perfecta su círculo
como aficionado, por más que se empeñen los ignorantes en no
entender su peripecia.