Un
fantástico toro de Pedraza, gran triunfo de Joubert
Corrida
de gran porte y brava de los hermanos Uranga, con un quinto
excepcional. Reaparición feliz y afortunada del joven torero
arlesiano tras dos años en el olvido
Arles.
5ª de Pascuas. 5.000 almas. Nubes y claros, templado. Dos horas
y cincuenta y cinco minutos de función.
Seis
toros de Pedraza de Yeltes (Hermanos Uranga). Vuelta al ruedo
en el arrastre para el quinto, Dudanada, número 20.
Manuel Escribano, saludos y palmas tras un aviso. Thomas Joubert, aplausos y dos orejas. Juan del Álamo, una oreja tras dos avisos y silencio tras dos avisos.
Manuel Escribano, saludos y palmas tras un aviso. Thomas Joubert, aplausos y dos orejas. Juan del Álamo, una oreja tras dos avisos y silencio tras dos avisos.
Buenos
puyazos de José Manuel Quinta, Óscar Bernal, Mathias
Forestier y Paco María.
UN
TORO SOBERBIO de Pedraza de Yeltes. Hermosísima prenda de 600
kilos. Colorado, ancha popa, armoniosas proporciones, la cuerna en
corona, muy finas las puntas. Un galope sueltecito de partida. Hasta
fijarse en el platillo mismo y enfilar desde ahí uno de los caballos
de pica de Alain Bonijol. En el Anfiteatro solo sale un
picador. Un primer puyazo memorable por la manera de meter los
riñones y encajarse. Un segundo en ataque de largo y la misma
entrega en el peto. Un quite de Juan del Álamo por
tafalleras, dos, y la verónica vuelta de Jesús Córdoba. Réplica
valerosa de Thomas Joubert por saltilleras. Galope bravo en
banderillas y dos pares excelentes de Raphael Viotti. Y un
brindis parsimoniosísimo al público de Joubert.
El
primero de lote, encastado, guerrero, noble pero no siempre metido en
el engaño, había sido el de su más que decorosa reaparición en
Arles, su plaza y su patria. Este otro vino a ser algo así como el
toro de su vida. Apuesta mayor: por la categoría del toro, que había
empezado a ver y paladear casi todo el mundo en varas y después de
varas, y porque, después de dos y casi tres temporadas apartado del
toreo, el joven Joubert estaba obligado por la ley del ser o
no ser. Fue que sí.
Una
faena de larga y original trama, abierta con una inesperada
pedresina, que fue como un cohete, y, empalmados con el cohete y el
cartucho, el cambiado por la espalda, un excelso natural a pies
juntos y dos de pecho amplios, largos, precioso el dibujo. Firme y
encajado el torero, planta juncal, verticalidad natural, sueltos los
brazos. Un clamor en la plaza. Una segunda tanda más en clásico: el
molinete de entrada, cuatro en redondo y el cambiado por alto. Vino
planeando el toro a la velocidad perfecta. Templada muleta. Un
paseíto enojoso de Joubert entonces. Para tomar aire, para
dejarse querer, para pensar, para creérselo del todo.
Y
vuelta al toro. Tercera tanda: una arrucina de apertura, tres en
redondo, un cambio de mano, el de pecho. Como a resorte el toro en
todos los viajes. Todos de aliento, prontos, largos. Una ligera duda
de Joubert al echarse la muleta a la izquierda. El pase de las
flores ligado con el de pecho. Solución de la tauromaquia de Nimeño
II tras su primer viaje a México. Y una segunda cumbre de la
faena: al natural de frente sin prueba previa, dos naturales. Y un
farol, que no salió, pero lo ligó Joubert con tres más
seguidos, y el de pecho. Ya estaba toreando sin espada.
El
toro estaba para lo que fuera preciso. Habría admitido hasta veinte
viajes más. Incansable el fondo. Sin saberse, el tono de la faena
había perdido intensidad. Los adornos a pies juntos se celebraron.
No tanto como el toreo de mano baja. Pero hervía el público. De
toda la ola de émulos de Juan Bautista –unos cuantos
matadores arlesianos de alternativa- tal vez Joubert sea el de
mayor sensibilidad. Media estocada. Parecía que sin muerte, pero en
el último ataque el propio toro se tragó la espada entera y rodó
sin puntilla. Clamor monumental. La vuelta al ruedo al toro. Las
orejas para Joubert, que, cuando las tuvo en la mano, se fue a
buscar al callejón a Paquito Leal, su maestro y mentor,
torero ya retirado, patriarca de los Leal de Arles, lo hizo salir al
ruedo, le entregó las orejas y lo abrazó con fuerza. Como hacen los
náufragos al sentirse rescatados.
Con
todos sus atributos y su volumen, la de Pedraza fue una señora
corrida de toros. No se esperaba menos. Los seis fueron bravos en el
caballo, nota sobresaliente de la corrida sin excepción. Al sexto,
que pareció querer blandearse, le puso las tuercas en varas Paco
María. Los seis fueron de largo. El sexto, que por hechuras
desdecía de los demás, fue el garbanzote negro: ni un viaje
regalado, no descolgó ni una baza. Juan del Álamo, poderoso
y entonado con el tercero de corrida, se empeñó en recibir a ese
sexto con la espada y no hubo modo.
El
primero, cinqueño, de una hondura extraordinaria, fue toro noble
pero escarbador, algo tardo y de los de sujetar porque quiso irse
varias veces. Tenía, sin embargo, una golosa embestida humillada. Se
extendió más de la cuenta Escribano en faena marinera. El
propio Escribano quiso lucir al cuarto en el caballo como si
se tratara de corrida concurso. No terminó de funcionar el invento,
y no por culpa del toro, que fue en varas tan bravo como el que más,
sino por otra razones. Demasiado sangrado en tres puyazos, el toro
pecó de pegajoso en el último tercio. No pasó apenas nada. Si el
toro quinto llega a jugarse de segundo y viceversa, es probable que
Joubert se hubiera entonado más. Los toros bravos dan alas y parecen
tenerlas.
Fotos: Isabelle Dupin para Apalusos
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