Como todos los buenos matadores que han existido, Frascuelo necesitaba de antemano tener al toro perfectamente igualado y pendiente de su muleta (hablo de las suertes naturales de matar, excluyendo las de recurso). Lo primero lo lograba quebrantando con pases de tremendo castigo en redondo y de pecho, y lo segundo colocándose a la distancia inverosimil (...). Situado a un metro de la cabeza , en el centro de la cuna, entre los dos ojos, acababa de fijar la vista del toro por medio de un movimiento ondulatorio de la muleta. Después de liar en el extremo del palo, armado con la mano derecha a la altura del nacimiento del pecho, sin perfilarse ni meter el hombro izquierdo, empinado sobre los dedos de los pies y estirado el cuerpo, apuntaba calmosamente con la espada y adelantaba las dos manos, bajando la izquierda. A esa especie de desafío, el toro acudía, y simultáneamente avanza Salvador, o mas bien, se dejaba caer despacio, llevando brazo y cuerpo en una masa detrás del estoque y emparejando con imponderable desprecio del peligro y con extraordinaria exactitud.
Como acogotaba a los toros con la izquierda, forzándoles a descubrirse, el estoque no entraba tendido. Como no hería de muñeca ni con la mano alta, no caía perpendicular. Como miraba al morrillo, no se apartaba de la recta y llegaba donde hay que llegar, se burlaba de las bajas, de las atravesadas y de las delanteras. Como hería con el cuerpo mas que con el brazo, no había que temer que las estocadas se quedasen en la mitad. Los gavilanes del arma aparecían simetricamente apoyados en la cerviz del animal y perpendiculares a su columna vertebral.
Foto: Paloma Aguilar
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