Rafelillo,
cabeza de cartel y confirmante a la vez, ofició como director de
lidia de una forma que ya hemos anotado como inolvidable. Estuvo al
frente en todos los tercios de varas, arreando a la caballería cuyos
desatinos de brida fueron el lunar de una tarde casi perfecta. Del
mismo modo, dirigió cuatro veces la brega de los toros de sus
compañeros en el complejo segundo tercio, cuyos pares no habrían
sido posibles sin la dirección del murciano.
En la muleta ofreció ya un recital de sinceridad, exponiendo la dificultad de su lote mas sin voltear la cara nunca. La faena a su segundo, el gran Canciller, logró conmocionar a toda la Santamaría pese a contar con la imposibilidad de ligar. Cruzado siempre en el sitio donde arden los pies, sin rehuir a las coladas de un toro cortante, Rafaelillo puso bocabajo al coso tutelar de Colombia y oyó durante la faena dos veces los gritos de "¡Torero, torero!" por una actuación donde la épica del valor se materializó de forma impresionante. Era torear sin siquiera haber presentado la muleta. Era exponer las lidias más antiguas, la emoción del unipase correcto, profundo, con sitio de valiente. En especial un derechazo y un natural de vuelos desmayados cobraron los olés más fuertes de lo que iba de la temporada capitalina, puesto que contuvieron una pureza que recordó a su faena madrileña al Injuriado de Miura. Lo mismo en la capa y su abrirse con doblones en el primero, lo de Rafaelillo fue una bocanada de toreo antiguo en un país que nunca vivió la tauromaquia del siglo XIX.
En la muleta ofreció ya un recital de sinceridad, exponiendo la dificultad de su lote mas sin voltear la cara nunca. La faena a su segundo, el gran Canciller, logró conmocionar a toda la Santamaría pese a contar con la imposibilidad de ligar. Cruzado siempre en el sitio donde arden los pies, sin rehuir a las coladas de un toro cortante, Rafaelillo puso bocabajo al coso tutelar de Colombia y oyó durante la faena dos veces los gritos de "¡Torero, torero!" por una actuación donde la épica del valor se materializó de forma impresionante. Era torear sin siquiera haber presentado la muleta. Era exponer las lidias más antiguas, la emoción del unipase correcto, profundo, con sitio de valiente. En especial un derechazo y un natural de vuelos desmayados cobraron los olés más fuertes de lo que iba de la temporada capitalina, puesto que contuvieron una pureza que recordó a su faena madrileña al Injuriado de Miura. Lo mismo en la capa y su abrirse con doblones en el primero, lo de Rafaelillo fue una bocanada de toreo antiguo en un país que nunca vivió la tauromaquia del siglo XIX.
Pongamos
de presente, por ejemplo, solo un hecho para explicar su tarde: al
bronco y fiero primero lo mató en los medios de la plaza, con los
peones armados de capa y listos para la carrera desde los burladeros.
Tragar así, en un sitio donde pesa tanto el toro de Bogotá, es
suficiente para argumentar a favor del derroche de valor de
Rafaelillo.
Al irse por su propio pie al final de la corrida, la afición capitalina volvió a vitorearlo. Se fue con una oreja de peso en honor a su labor en conjunto toda la tarde, luego de lidiar el lote más áspero del festejo y de arrear a sus propios compañeros con un desinterés de maestro. ¡Qué lidiador! ¡Qué conocedor de un encaste que jamás había lidiado en América! ¡Qué forma de entrar a nuestra plaza!
Al irse por su propio pie al final de la corrida, la afición capitalina volvió a vitorearlo. Se fue con una oreja de peso en honor a su labor en conjunto toda la tarde, luego de lidiar el lote más áspero del festejo y de arrear a sus propios compañeros con un desinterés de maestro. ¡Qué lidiador! ¡Qué conocedor de un encaste que jamás había lidiado en América! ¡Qué forma de entrar a nuestra plaza!
Descabellos
– aquí la crónica-
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