A comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, tras la guerra civil española, muchos aficionados se quedaron perplejos por el afán de diversión que de pronto acompañó al público de los toros. Antonio Díaz Cañabate lo analizó como un deseo de olvidar, una perentoria necesidad de no mirar atrás. De pronto el público se hizo acrítico, cuando poco antes todavía no existía la clara distinción entre público y aficionado, porque se enlazaba con un tiempo anterior que poseía un público apasionado y entendido. Se produjo una separación entre aficionado y público; al cabo de los años, tan clara, tan nítida, tan a favor de que sólo existiera un público desapasionado, relativizado, que ni siquiera va al festejo taurino a divertirse sino a pasar el rato. En realidad no sabe por qué está allí, pues acude sin motivación, sin entusiasmo, como cumpliendo un requisito de adscripción ideológica. Un mal menor. Un público evidentemente poco preparado, que lo único que le importa es el triunfo a ultranza del torero, el corte de orejas, y no saber nada respecto si hay toro, o como es su juego, o como entenderle para exigirle al torero su correspondiente y adecuada lidia. O para interiorizar el porqué del fracaso.
José Campos Cañizares, Esencias de tauromaquia en la pintura de Jacobo Gavira
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