Al
caer el quinto de la tarde, el vareado y bravo Greñudo,
se habían desplomado todas las tesis de la tortura. Muchos de
nosotros estábamos ya al límite de lo posible, totalmente rotos
ante uno de los mejores encierros en la historia de la plaza,
combativo y digno como nunca lo será ningún torturado del mundo. En
esa iluminación, el aficionado que ocupó poco menos que medio aforo
de la plaza no podía sino estar hecho añicos. Porque,
fundamentalmente, el toreo también supone una suerte de desgaste
emocional, un arder del espíritu, una paliza para el cuerpo
emocionado, lleno de una luz inexplicable. De pie estábamos con las
manos rotas de aplaudir, hinchadas o con hematomas y con la voz ida
de gritar, de vitorear a Mondoñedo y
a los toreros, fuere de oro o plata.
Es decir, con el espíritu totalmente agotado, sin un "más allá" posible ante la rotundidad de un encierro con cinco toros ovacionados en el arrastre, con las emociones de la lidia pura y el toreo del XIX, nueve varas aplaudidas a rabiar, listos para recibir al sexto tranquilamente, sin la pretensión, insistamos, de ninguna historia más allá de lo vivído con Greñudo y su alma encastada, con su revolverse como fiera furiosa en la muleta de un valiente, su forma de comerse al caballo y pedir más banderillas ante seis capotes desplegados, su forma de tragarse la muerte pese a tener dos estocadas adentro, momento culmen del festejo en cuando a dimensión religiosa de la bravura.
Pero salió Tocayito.
Es decir, con el espíritu totalmente agotado, sin un "más allá" posible ante la rotundidad de un encierro con cinco toros ovacionados en el arrastre, con las emociones de la lidia pura y el toreo del XIX, nueve varas aplaudidas a rabiar, listos para recibir al sexto tranquilamente, sin la pretensión, insistamos, de ninguna historia más allá de lo vivído con Greñudo y su alma encastada, con su revolverse como fiera furiosa en la muleta de un valiente, su forma de comerse al caballo y pedir más banderillas ante seis capotes desplegados, su forma de tragarse la muerte pese a tener dos estocadas adentro, momento culmen del festejo en cuando a dimensión religiosa de la bravura.
Pero salió Tocayito.
Plantada
la pezuña en la arena, obnubilando con su estampa a la afición más
entendida del continente, Tocayito remató
en el burladero de matadores arrancando de un cuajo la tapa superior
del tablero y poniendo en pie de inmediato al personal. El derrote
había retumbado en toda la plaza, con un sonido de fiereza
emocionante. Entonces, hablo por mí, no sé de dónde salió esa
fuerza, ese fuego para seguir aplaudiendo sin dolor con las manos
totalmente rotas, ese gritar con una voz que había vuelto, locos
ante la bravura en varas del toro más completo de la temporada
colombiana. Vi prácticamente toda la lidia del sexto de pie,
remontado no ya en una ola de emoción sino casi de religión pura,
al borde de las lágrimas. El cinqueño, hocico adelante con honor,
acudió alegre en varas y metió riñones sinceramente, comiéndose
entero un largo puyazo de Clovis Velásquez en medio de la ovación
unánime y la protesta con cuatro pitos de los menos entendidos,
minoría absoluta en una plaza que daba gloria de ver en dicho día
por su gravedad.
Y es que se estaban ovacionando tercios de varas en la gran fiesta americana, la misma que pasa como castiza ante su par europea. Se le gritó tres veces "torero" a un lidiador que no ligó una sola serie pero peleó de tú a tú con un reservón y poderoso cuarto, resucitando las tauromaquias más añejas. Y es que se reivindicaron con carteles y gritos las tauromaquias más ortodoxas en el mediodía de un continente que pasa como plebeyo, festivo, ignorante de los significados rituales. Los gritos de "¡Mondoñedo, Mondoñedo!", explicaron con suficiencia cómo es que América sí puede albergar una fiesta culta, que trae de los campos sus animales más fieros y presentados para oponerlos a los lidiadores más capaces.
Salimos de la plaza totalmente llenos de luz tras esperar cinco años para vivir nuevamente la corrida identitaria de una afición capitalina, cuyos elementos más fanáticos giran en torno a Mondoñedo y la Santamaría.
Y es que se estaban ovacionando tercios de varas en la gran fiesta americana, la misma que pasa como castiza ante su par europea. Se le gritó tres veces "torero" a un lidiador que no ligó una sola serie pero peleó de tú a tú con un reservón y poderoso cuarto, resucitando las tauromaquias más añejas. Y es que se reivindicaron con carteles y gritos las tauromaquias más ortodoxas en el mediodía de un continente que pasa como plebeyo, festivo, ignorante de los significados rituales. Los gritos de "¡Mondoñedo, Mondoñedo!", explicaron con suficiencia cómo es que América sí puede albergar una fiesta culta, que trae de los campos sus animales más fieros y presentados para oponerlos a los lidiadores más capaces.
Salimos de la plaza totalmente llenos de luz tras esperar cinco años para vivir nuevamente la corrida identitaria de una afición capitalina, cuyos elementos más fanáticos giran en torno a Mondoñedo y la Santamaría.
(…)
En
un punto, la plaza rugió con fuerza gritando "¡Mondoñedo,
Mondoñedo!", mientras el ganadero, don Gonzalo Sanz de
Santamaría, se secaba las lágrimas, acaso recordando a su padre,
por el que los seis toros de ayer embistieron, defendiendo el honor
de una afición perseguida sin cuartel. Una defensa que ha hecho de
su bravura una religión para nosotros.
Nunca el toreo en Bogotá fue tan grande.
Nunca el toreo en Bogotá fue tan grande.
Descabellos
– aquí lo crónica completa -
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