Muchos
ciudadanos de nuestro país (pero no sólo del nuestro) se han
dibujado un retrato-fantasía de sí mismos. Cuando se miran al
espejo sólo admiten ver esa composición idealizada, y con
frecuencia necesitan o exigen que sus gobernantes y compatriotas se
amolden también a ese retrato y sean armónicos con él, para que
“el cuento acabe bien” y su ideal salga triunfante; y de ahí que
a menudo no consientan la discrepancia, ni la objeción ni la pega.
Un prototipo de retrato-fantasía (bastante predominante, o por lo
menos extendido) es el que obliga a ser amante de los animales por
encima de todo (y a tener perro o gato); defensor a ultranza de la
naturaleza (como si ésta, no contenida, no fuera causante de
catástrofes sin cuento); fanático de la bici (aun en perjuicio de
los peatones, que son quienes menos contaminan); enemigo de la
tauromaquia (esto por fuerza), y del tabaco y del alcohol y de la
carne (aunque no tanto de las drogas); vagamente “antisistema” y
vagamente republicano; respetuoso del “derecho a decidir” (lo que
sea, excepto para los que deciden fumar, usar el coche en el centro o
ir a los toros, claro); y, sobre todo, mostrarse compasivo, solidario
y humanitario. Si el espejo no devuelve esa imagen –la conciencia
bien limpia–, el que se mira en él no lo soporta.
Lo peor es que se creen que tienen la verdad, lo que les convierte en fanáticos, van creyéndose muy demócratas y que los fascistas somos los otros.
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