Dentro
de la Escuela Taurina de Madrid, los chavales aprenden de sus
maestros los valores esenciales que, a su vez, les transmitieron los
suyos. Joselito entró en ella siendo un crío, y como bien explicó
en su autobiografía, de no haber existido, habría acabado como un
“camello” más en el Patio Maravillas, o en otro de esos lugares
donde el “underground” moderno cultiva el odio social, los celos
y las malas hierbas. En vez de la “contracultura”, tan alabada
por los progresistas, en la Escuela de Tauromaquia, Joselito
profundizó en el sentido de la vida y en el respeto hacia los demás.
En una palabra, antes de aprender a ser figura del toreo -lo cual no
deja de ser un milagro-, aprendió a ser un hombre cabal. Y cuando
tres décadas más tarde la Escuela se tambaleaba al carecer del
rigor necesario para cumplir su misión, decidió tomar el relevo
como maestro a pesar de sus muchas ocupaciones: cuando se sale de la
nada hasta alcanzar la fortuna y la gloria, uno no tiene que olvidar
sus orígenes ni ser desagradecido con el mundo que lo ha forjado.
Aunque los “antisistemas” del Ayuntamiento no lo entienden, se
puede ser rico y afortunado sin convertirse en “facha”. Igual que
en la época de Joselito, los alumnos que hoy aprenden los secretos
del toreo y las leyes de vida, provienen, en su mayoría, de clases
muy humildes. Además de un bonito sueño, los toros suponen una vía
-una de las pocas- a través de la cual un chaval pobre puede acceder
a la riqueza, a condición de ser capaz. Y para aquellos que no lo
consiguen, la experiencia vivida a lo largo de un par de años les
sirve para enfrentarse a la vida real, que es, como bien dice
Joselito, la verdadera jungla que les espera fuera del redondel donde
se forjan sus sueños.
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