La
mayor desdicha y logro de Cazarrata es haber llegado a la tauromaquia
completamente a destiempo; su aparición resulta, mitad y mitad, un brote tardío
y una temprana resurrección. Pero es, desde luego, un milagro, en bruto si se
quiere, pero valioso, que muchos no han comprendido todavía. El caso de
Cazarrata es milagroso porque, sin embestidas, y desde la mansedumbre, en medio
de su brutalidad, baja hasta él la voz grande, la voz rancia de la casta, una
voz que había quedado cortada, interrumpida por la tisis del presente. La faena
de Sánchez Vara a Cazarrata está llena de desaliño, de insensatez, de
bajonazos, es decir, de mala “factura”, pero nos hace sentir que estamos de
nuevo en el toreo, que de nuevo se torea, que hemos vuelto a la plaza, al redil
español. Sánchez Vara delante de los cuernos de Cazarrata, nos hace
espectadores de su valentía, de su arrojo, de su locura; todo ese espectáculo
desgarbado, de pueblo, de mezcla de generosidad y miseria, disgusta a muchos,
pero claro, son siempre esos muchos que no comprenden, no a Cazarrata -ya que
eso quizá no tendría gravedad-, sino que no comprenden nada de la vida, de lo
vivo, de lo real vivo, y que son como una clase extraordinaria de mentirosos,
de envidiosos profundos, no envidiosos de otras personas, sino de la vida real
misma, y por eso intentan retocar la realidad, encontrarle defectos, pero la
realidad viva no tiene defectos, no puede tener defectos porque ella no es
obra, no es una obra… Cazarrata desagrada, no solo a una gran parte del
público, sino a entendidos, porque provoca un espectáculo burdo, desarrapado,
torpe, sin comprender que todo eso es Cazarrata, su ser mismo, su naturaleza
misma y no su calidad. Su calidad, que si puede ser juzgada, es milagrosa
porque se levanta airosamente de un centro que parecía inservible, de
desperdicios y de basura, de banderillas negras y capotes rotos.