Seis
toros de Miura.
Rafaelillo,
saludos y vuelta. Dávila Miura, oreja y saludos tras dos avisos.
Javier Castaño, que sustituyó a Manuel Escribano, vuelta tras un
aviso y silencio.
Brega
buena de Joselito Rus y Raúl Ruiz. Pares excelentes de Fernando
Sánchez.
LA
CORRIDA DE Miura lo fue. El escaparate bastante más que el poder.
Impresionantes arboladuras.
(...)
Miura
fue la bandera del torismo genuino de Pamplona. Lo sigue siendo.
Incluso con corridas de más guerra y resabios que entrega, como esta
última. Penúltima, antepenúltima. Hilo sin fin.
Para
celebrar la cifra redonda decidió torear en Pamplona Eduardo Dávila
Miura, retirado hace un tiempo, todavía en edad de merecer, en
estupenda forma, ni un gramo de más, cuerpo de torero. Torero alto y
largo, y capaz. Preparadísimo para la ocasión: bastó verlo andar
con sus dos toros, los dos, y la manera de entenderlos y gobernarlos.
Las distancias, que el toro de Miura prefiere largas; el toque por
delante para abrir el viaje y soltarlo sin violencia, y servirse así
del viaje de vuelta, que es cuando de verdad aprieta el miura de ley;
la medida de las tandas, obligadamente breves, cortadas como en seco,
y despidiendo al toro hacia fuera.
Todo
eso hizo bien y mejor Eduardo Dávila, encajado a modo, suelto,
fácil. Esa gota de torería que conlleva la edad: veinte años de
alternativa se cumplen ahora. Torería en los remates a muleta
plegada en el medio desplante. Dibujo bueno en los ayudados con la
izquierda. Mucha autoridad. Temple para sujetar y tener al toro, o
tirar de él. Empaque que presta la figura misma. Y un exceso de
confianza que en el quinto toro, traído de pronto hacia dentro como
si fuera de los dóciles, y no lo era, estuvo a punto de costarle un
grave disgusto. Varetazo al chaleco, la cara por las nubes.
Los
doblones de apertura, buenos y bellos, le parecerían a Eduardo
medicina suficiente. El toro embistió despacio, despacito toreó
Eduardo. Hasta el momento de la cogida. Joselito Rus sujetó al toro
en los medios con oficio superior. Refrescado, volvió Eduardo al
tajo, compuesto, prevenido, prudente. El viento descubría, se alargó
el trasteo, se soltaba el toro. La espada, que no entró. Un aviso,
dos. El toro barbeó tablas en huida después de herido. Un
descabello certero. ¡Uff…! Ese quinto toro tan despampanante se lo
había brindado Dávila a su tío Antonio Miura. Arrastrado el toro,
Eduardo salió a los medios para despedirse. Probablemente, para
siempre.
El
toro colorado de los anuncios se empleó en varas, cortó en
banderillas y llegó a la muleta más pendiente de Rafaelillo que del
engaño. Toro revoltoso y correoso, faena cuerpo a cuerpo entorpecida
por el viento. Una estocada buena. El tercero asomó al trantrán,
como si estuviera corriendo el encierro todavía, pero se hundió al
cobrar la primera vara, se rebrincó, rebañó en viajes cortísimos,
se apoyó en las manos. Javier Castaño, repescado para la feria como
sustituto del convaleciente Escribano, le anduvo seguro. De la
reunión de la estocada salió perseguido. En el último minuto le
salió al toro el genio miura.
Rafaelillo
saludó en tablas con larga cambiada de rodillas al cuarto, que cobró
contra un burladero un estrellón que casi lo desbarata. Se derrumbó
el toro en los primeros compases de faena, se defendió cabeceando
después por falta de fuerza. Le dio ventajas Rafaelillo. Una
estocada monumental. No cundió la petición de oreja. Rafael se
indispuso con la gente del palco. Y el último toro de la feria, el
miura listo que se frenó y orientó a las primeras de cambio, pegó
derrotes de los desarmar, se apalancó. Mal carácter. O peor. A
pesar de eso, asiento y oficio de Castaño, que conoce la ganadería
y se la sabe de memoria. Los ve venir.
Barquerito